martes, 1 de marzo de 2016

Move likes… the smartphone?

Llevé anoche a mi hijo de 7 años a ver el primer concierto que Maroon 5 ofreció en México con su gira Maroon V World Tour, y debo confesar que no me gustó lo que vi. Y no, no me refiero al grupo: no soy su fan, me sé tres o cuatro de sus canciones y me parece que Adam Levine pierde su enorme sensualidad teñido de rubio, pero mi desencanto no tuvo nada que ver con eso.

En realidad, lo que no me gustó fue el público: miles de adolescentes, la mayoría mujeres, que más allá de disfrutar el concierto estaban grabándolo, o tratando de captar una buena selfie para compartirla de inmediato en redes sociales. Pasaban canciones enteras tratando de que su red funcionara para ser las primeras en subir su imagen con filtro en instagram o facebook.
Hace más de 20 años el filósofo y científico australiano David Chambers planteaba que el entorno funcionaba como parte de nuestra mente, y que no había distinción entre la mente, el cuerpo y lo que hay alrededor. Entonces ponía el ejemplo de el lápiz y el papel como receptáculos de la memoria. En 2011, en una charla TED, advirtió que la tecnología que usamos "se ha vuelto parte de nuestra mente, extiende nuestra mente y nos vuelve parte del mundo".
Eso fue lo que vi ayer, memorias extendidas hacia los celulares. A nadie le importaba ver con sus ojos los brazos tatuados del vocalista o el movimiento del cabello lacio del guitarrista; querían verlo a través de una pantalla, la de su celular. Parecía que no contaba que estuvieran ahí, escuchando en vivo a su banda, sintiendo los beats rebotar en los oídos y en el resto del cuerpo, o disfrutando de la compañía de sus amigas. Al menos no contaba si sus amigos del face no se enteraban que estaban ahí, o si no podían compartir los beats por Vine, aunque la sensación ni por mucho se pareciera. Más que la extensión de su memoria, parecía que los smartphones se estaban volviendo en una extensión de sus sentimientos: ahí quedaban atrapadas la emoción, el llanto, las ganas de bailar y de llorar por ver a su grupo en vivo. Ahí quedaban, encapsuladas, las ganas de besar al de al lado, de abrazar a las amigas para cantar juntas, de esconder la cara para lagrimear un poco por los recuerdos que nos traen las primeras notas de "This Love", ahí la indignación por ver a un hombre de 37 años hacer puchero porque no sabe hilar un par de frases en español a pesar de que ha recorrido Latinoamérica al menos tres veces con sus giras de conciertos.
Apenas iniciaba una canción icónica, como "She Will Be Loved" --que tocaron en versión acústica-- se veían miles de teléfonos encendidos, buscando la mejor toma para guardar en la memoria del celular. No estaban prendidas las lámparas para acompañar el concierto como lo hacíamos antes con encendedores, no, eran justamente sus pantallas, para almacenar ahí, en lugar de hacerlo en el corazón, la emoción de escuchar ese arreglo por única vez.
Luego del momento romántico, ya casi para terminar la noche, empezó "Move Likes Jagger", adelante de mí, otra mamá que había terminado por aprenderse todas las canciones de la popular agrupación, se levantó a bailar de inmediato. Disfruté tanto verla, era un oasis en en desierto tecnológico: sonreía, bailaba, movía los brazos y gritaba a cada movimiento de caderas del popular Levin. Ni siquiera recuerdo su cara, pero me pareció tan hermosa y tan llena de luz bailando allí, a la mitad de miles de fans que ni siquiera conservarán en sus memorias lo que vieron allí: no lo harán porque ya lo registraron las memorias de sus smartphones.
Al final me paré a bailar con ella, me olvidé de los teléfonos, terminé mi cerveza y cerré el concierto muy divertida con "Sugar", que mi bebé también se paró a bailar. Él también era un remanso, al menos por ahora, porque, sin pensar que podía tener un video, coreó las canciones que se sabía, se sentó en las que no conocía, se rió mucho con el baile de "Move Like Jagger" y brincó mientras escuchaba "Sugar". Deseé en ese momento que conservara esa alegría de vivir dentro de él, y no en un dispositivo externo. Me propuse intentar alargar esa alegría real, palpable el mayor tiempo posible. No puedo evitar que crezca, pero intentaré que vea a través de sus ojos, y escuche a través de sus oídos todo lo que alcance a mostrarle antes de que se digitalice.
Mi problema anoche no fue que pareciera que la mayoría de los que estaban ahí no lo estaban disfrutando, eso podría ser un simple desfase generacional, un estatus que ya no entiendo. No, el problema es que de acuerdo con Chambers cuanto más extendemos nuestras mentes hacia receptáculos activos más difícil se vuelve mantener el control de nuestra memoria: no sabemos dónde empiezan nuestros recuerdos, ni donde terminan; hacemos crecer la memoria colectiva, a través de las redes sociales, pero reducimos la memoria individual lentamente. Generamos emociones digitales y abandonamos las reales.

jueves, 25 de febrero de 2016

Es complicado


¿Por qué cuando la vida es más fácil nos la complicamos tanto? ¿Será una tendencia del ser humano o una costumbre que implica la tan conocida culpa de las mujeres latinas, que frena el estatus de felicidad perfecta?
No recuerdo un momento de mi vida tan pleno ni tan productivo como este: soy mamá, soy profesionista en mi especialidad y estoy estudiando un doctorado. Estoy recién casada --a pesar de que llevo años con mi esposo, apenas firmamos--, hago ejercicio todos los días y me escapo los fines de semana a disfrutar familia y a amigos. Perfecto balance.
Pero tal vez la palabra perfecto sea demasiado. Tal vez hay cosas que no estoy viendo. A lo mejor la imperfecta... ¡soy yo!
Jajajajaja... Qué susto... Esa es una risa nerviosa, una reacción natural ante una revelación desagradable. Creo que siempre he tenido un carácter difícil. Es más no, no lo creo, estoy segura. Hay días que no me aguanto ni yo ¿les ha pasado?
Creo que no estoy descubriendo el hilo negro, ya Freud había advertido sobre el autoboicot, tan común en nuestra sociedad, tan arraigado entre las mujeres de mi generación: el masoquismo moral expresa la necesidad de castigo, de sentirse víctimas debido a un sentimiento de culpa inconsciente. El masoquista boicotea las oportunidades que tiene de ser feliz, aunque no necesariamente padece un trastorno determinado. Es decir, no estoy loca, sólo soy mujer, latina y estoy en mis treinta y tantos.
No recuerdo hacerme tantas preguntas en el pasado. No recuerdo la culpa durante mi época universitaria. Pero en alguna parte del camino a la vida adulta comencé a cuestionarme si merecía ciertas cosas --a pesar de que he trabajado toda mi vida por conseguirlas-- y a sentirme mal por obsesionarme con mi vida profesional, pues descuidaba mi rol de madre. 
No sé en qué parte nos activan el chip, pero constantemente escucho a amigas, colegas o ex compañeras de la universidad y hasta de la maestría justificando sus decisiones, con el horrible afán de convencerse a sí mismas de que han tomado las opciones correctas: unas decidieron ser mamás, y repiten hasta el cansancio que el tiempo con sus hijos es valiosísimo y que ya habrá tiempo de desarrollarse profesionalmente. Luego pintan una sonrisa a medias y cambian de tema. No, no es cierto, a los 40 y tantos no habrá tiempo para arrancar una carrera de cero en un país como este o, en su caso, será 40 veces más difícil. Pero si ya es una decisión tomada no tenemos porque convencernos de que es la correcta. Oigo a otras asegurar que la apuesta profesional era lo mejor, que quedarse solteras y sin hijos fue la mejor decisión de sus vidas, y que les permite viajar por el mundo y acomodar sus días y sus noches como les dé la gana. Pero luego las oigo decir que son gordas y feas y que se les fue el tren. Me oigo a mí diciendo que hay cosas en mi vida que son temporales "mientras mi hijo crece un poco", y lo uso de pretexto para convencerme de que todo va bien.
Ahora, lo cierto es que todo va bien, pero necesito dejar de convencerme de eso y recibirlo. Fluir como dice mi maestro de yoga. O repetir el carma de Ralph el Demoledor "soy malo y eso es bueno...", o algo así. 
Lo que digo es que hay días en los que no pasa nada, pero me pasa todo. Días en los que mi hábito de fumadora se revela y se me antoja tanto una bocanada de humo para atarantar mis neuronas; en los que preferiría tomar mi bolsa, sentarme en algún bar y tomarme una cerveza, en lugar de regresar a casa a hacer la cena, alistar el uniforme y cenar atún para no subir de peso. No sé si me boicoteo, como aseguraba Freud, o nomás soy mujer, en crisis de los 30 y tantos, queriendo ser chavorruca pero madurando contra mi voluntad.


La verdad es que después de ceder a una bocanada de marlboro rojos me parece que en efecto todo está bien, sólo hay días malos...