Ayer llevé a JP al dentista a que le pusieran una corona en
una muela que se le rompió. Iba tranquilo y la consulta avanzaba normal: gritos
de repente, el ruido de la fresa, un ataque de tos. De pronto todo cambió.
Durante el ataque de tos la doctora no lo incorporó, JP jaló
aire y se tragó la corona. Acto seguido ella se puso histérica, lo golpeaba con
fuerza en la espalda. Como no funcionó intentó hacerlo vomitar, él escupió la
sangre que tenía en la boca y todos entramos en pánico.
Luego, radiografía, el pediatra y, en la noche, reírnos un
poco de que ahora tendremos que esperar a que la expulse.
Afortunadamente no fue nada grave, pero me quedé pensando
¿estamos listos para que la vida dé un vuelco? ¿por qué los seres humanos damos
todo por hecho en lugar de dar importancia a cada momento y cada cosa que
ocurre?
Mientras manejaba del consultorio de la dentista al hospital
pensaba en detalles pequeños: si había abrazado a JP lo suficiente, si estaba
satisfecha de la vida que había construido para él, si no había sido muy
autoritaria, exageradamente gritona o poco tolerante algunas veces. Entre un
pensamiento y otro espejeaba para asegurarme de que respiraba bien y veía sus
ojitos hinchados y asustados.
Pensaba que hay días en los que me llama a jugar con él y yo
le pido que me espere porque estoy haciendo la comida o contestando alguna
llamada del trabajo, y luego ya no insiste y se pone a hacer algo más.
Recordaba también que cuando me decido a patear el balón o tomar el control del
Xbox termino divirtiéndome tanto como él. Me reproché por hacerme tanto del
rogar.
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Cuando llegamos al hospital lo revisaron con un aparato muy
moderno de rayos x con el que antes de tomar la foto puedes ver en una pantalla
cada parte del cuerpo hasta encontrar lo que buscas. Se me escapó una lágrima
espiando su pequeño cuerpecito.
Encontramos la corona en el estómago, ya muy
cerca del intestino. No sólo tuvimos suerte de que no se hubiera ahogado, sino
que tiene buena digestión ¡fiuf!
Finalmente, cuando escuché a su pediatra en el teléfono
riéndose de mi anécdota pude respirar con calma otra vez: nada que mucha fibra
y un par de idas al baño no resuelvan.
Aunque todo estaba bien no podía quitarme de la cabeza la
fragilidad de la vida, lo fácil que es acostumbrarse a situaciones o cosas, y
lo rápido que todo puede cambiar. Me proponía, como siempre que uno sufre un
susto grande, cambiar de actitud, jugar más con él, ser mejor mamá.
Pensaba eso y que he odiado al dentista desde que tengo uso
de memoria. Le tengo pánico y ahora sé por qué...